Puntarena ha sabido encontrar una voz propia en el paisaje gastronómico de Madrid, lejos de los atajos del exotismo o el folklore visual tan habituales en los restaurantes mexicanos. Al cruzar el umbral, lo primero que envuelve es una atmósfera serena donde la luz, cuidadosamente difuminada, envuelve las mesas repartidas con criterio. El diseño equilibra con destreza lo contemporáneo y lo tradicional: discretos toques artesanales, como textiles de teñidos tenues y piezas de cerámica cuidadosamente elegidas, insinúan el origen sin subrayarlo en exceso. En la vajilla yace esa misma atención al detalle, un guiño a la esencia mexicana que busca resonar en lo íntimo más que en lo evidente.
Los aromas que flotan desde la cocina anuncian, mucho antes de llegar a la mesa, una propuesta centrada en el producto y las técnicas más arraigadas en México. Aquí, lo autóctono pesa, pero siempre con una mirada depurada: el maíz nixtamalizado se emplea sin artificio, permitiendo que su sabor fundo se disperse en texturas bien calibradas; los chiles –frescos o deshidratados, en salsas que requieren tiempo y paciencia– articulan el discurso gustativo sin estridencia, y el juego de hierbas locales asoma en matices sutiles, casi insinuados.
Resulta significativo cómo la carta escapa de los clichés. Los aguachiles y ceviches se transforman en manifestaciones fresquísimas de acidez medida y textura tensa, sin concesiones a la dulzura innecesaria ni a la fusión forzada. Los pescados, seleccionados con rigor y preparados con marinado cítrico, evocan litorales lejanos, pero su presentación –limpia y precisa– responde a una estética contemporánea, lejos de la saturación cromática habitual. Cuando el mole aparece, se percibe la paciencia de las horas de reducción, ese pulso terroso y complejo que nunca eclipsa al ingrediente principal, sino que lo acompaña en perfecta sintonía.
El chef, fiel a una filosofía de respeto absoluto por el origen, abraza la pureza de los ingredientes sin renunciar a la creatividad que exige la alta cocina moderna. No se trata de reinterpretar sino de depurar, de llevar al límite lo esencial y realzar las virtudes sin adornos retóricos. El resultado es una especie de viaje sensorial sosegado, en el que cada bocado reivindica tanto la herencia profunda de las regiones mexicanas como el pulso cosmopolita que define a la ciudad.
En Puntarena, la búsqueda es la autenticidad sin estridencias, el equilibrio entre memoria e innovación, y una narrativa visual y gustativa que convence por su coherencia y refinamiento.