En medio del bullicioso pulso de la calle Velázquez, resulta sencillo pasar por alto la elegante discreción de Ikigai Velázquez. Tras la entrada, el murmullo de la ciudad se desvanece; una calma contenida invade el espacio, dominado por maderas claras, superficies limpias y una iluminación tenue que baña cada rincón con un suave resplandor. Nada resulta impostado: las líneas rectas y los tonos piedra construyen un ambiente sobrio, donde hasta el silencio parece calculado para invitar a la contemplación.
Este equilibrio entre minimalismo y calidez ofrece el preámbulo perfecto para una propuesta culinaria que nunca busca el exceso, sino la pureza y la profundidad del sabor. La mención en la Guía Michelin subraya, sin estridencias, el rigor con el que aquí se aborda la tradición japonesa. En la barra, la disposición ordenada de cada pieza de sushi y sashimi revela un estudio cuidadoso del producto: los cortes, casi escultóricos, dejan entrever el esmero en la selección de especies y la destreza de la mano que transforma cada pescado en una experiencia táctil y visual.
La carta se mueve entre la fidelidad a las recetas clásicas y un discreto afán de innovación. El chef, guiado por la filosofía del “ikigai”—ese motivo vital que conduce al perfeccionismo silencioso—interpreta la tradición con respeto, pero sin nostalgia. Así surgen nigiris con una pincelada de yuzu o una emulsión aérea de soja, transformando el carácter del arroz, trabajado con exactitud en temperatura y aliño, en un escenario para matices nuevos. En la tempura, la fritura es tan ligera que apenas roza el paladar antes de desvanecerse, mientras el sashimi multiplica registros con cortes que celebran la frescura y el punto justo de maduración de cada loncha.
El hilo conductor en cada plato es la búsqueda de equilibrio: entre acidez y umami; entre materias primas niponas y guiños a productos de temporada españoles, que aparecen en composiciones donde el respeto al ingrediente reina sobre cualquier artificio. Las piezas de sushi, meticulosamente dispuestas sobre vajillas originales y discretas, refuerzan esa conexión con lo ritual; la presentación dialoga con el espacio, generando una atmósfera serena que invita a la observación tranquila antes del primer bocado.
Ikigai Velázquez se desmarca con su rigor técnico y una estética que evita cualquier concesión al efectismo, ocupando su lugar en Madrid no como un lugar de tendencias, sino como un refugio para quienes buscan profundidad, precisión y una innovación que mira siempre hacia la tradición.
