Basta atravesar el umbral de Zalacaín para percibir una atmósfera cargada de elegancia contenida, donde cada detalle arquitectónico parece pensado para acompañar la experiencia culinaria. Paneles de maderas nobles envuelven el espacio con un aire de tradición, suavemente interrumpido por toques de arte contemporáneo y una iluminación cuidadosamente modulada que acentúa la calidez sin estridencias. El ritmo del restaurante es pausado, favoreciendo la contemplación y el recogimiento, ajeno al bullicio de la ciudad.
La carta de Zalacaín refrenda una fidelidad profunda a la cocina española clásica, pero no se limita a la reproducción de recetarios añejos. Bajo una filosofía de respeto a la estacionalidad y devoción absoluta por la calidad del producto, cada plato se presenta como una interpretación medida de la tradición, abierta a matices cosmopolitas y lecturas innovadoras. Esa tensión entre memoria y renovación se percibe especialmente en propuestas como el reputado buey Wellington, ejecutado con una regularidad casi ceremonial que delata años de oficio. El contraste de la corteza dorada y crujiente con el punto preciso de la carne ilustra la atención puesta en texturas y temperaturas. No menos reveladora resulta la menestra de verduras frescas, donde la selección y tratamiento de cada ingrediente alcanza cuotas de pulcritud difíciles de igualar: los colores –verdes intensos, tonos crema y naranja sutil– destacan sobre vajillas exentas de artificio, guiando la mirada del comensal hacia la pureza del producto.
Esta identidad marcada se refuerza a través de una bodega extensa que permite maridajes en sintonía con el perfil de cada plato, estableciendo un diálogo sutil entre cocina y vino. Lo visual cobra aquí una relevancia inesperada: la disposición de cada elemento en el plato combina simetría clásica y un sentido sobrio de la belleza, evitando ornamentos innecesarios y priorizando la expresión natural de formas y colores. La sala respira una serenidad atemporal, favorecida por la acústica cuidada y la distancia justa entre mesas, que invita a sumergirse plenamente en la sucesión de aromas y sabores.
Zalacaín continúa, año tras año, profundizando en un estilo culinario que rehúye los extremos y busca el equilibrio: rinde homenaje a los clásicos y, al mismo tiempo, permite incursiones sutiles en registros contemporáneos. Es en esa búsqueda silenciosa, en el respeto fiel a la historia sin renunciar al aliento creativo, donde reside su singularidad dentro del panorama gastronómico madrileño.