Las mesas se alinean bajo la luz natural que atraviesa los ventanales altos, proyectando destellos tenues sobre superficies de granito pulido y manteles blancos inmaculados. Aquí, cada elemento parece dispuesto con una ponderación meditada: la neutralidad de la paleta cromática, las pinceladas de tradición gallega en las texturas de los materiales, la sutil acústica que invita a la conversación pausada. No hay estridencia visual, solo un equilibrio entre lo austero y lo cálido, un fondo sereno para el verdadero protagonista: el diálogo entre producto local y autoría.
Este espacio, firmado por Alberto González Prelcic, es casi una declaración de intenciones. Su cocina parte de la herencia gallega y la reinterpreta con una mirada limpia, donde el recuerdo del recetario familiar se filtra a través de una exigencia técnica casi invisible. El menú se construye sobre la despensa atlántica, seleccionando piezas como el rodaballo de la ría, los pulpos recién llegados de las lonjas cercanas o carnes curadas que conservan la esencia de la montaña interior. Nada en el plato es superfluo: los fondos son delicados, las emulsiones rozan lo etéreo y cada matiz ahumado o ácido encuentra su contrapunto en la textura de un alga o una verdura de temporada.
Lo que distingue la propuesta no es tanto la búsqueda del espectacularismo como la honestidad. González Prelcic evita la nostalgia complaciente, rehuyendo tanto la literalidad de la tradición como los artificios de la vanguardia. En cambio, apuesta por una cocina que transparenta el producto y lo deja expresarse con nitidez. Basta observar la presentación: un rodaballo sobre jugo claro de sus espinas, algas apenas sazonadas, puntos de crema láctica que enmarcan pero no distraen, o verduras asadas al fuego y servidas en cortes primorosos. El minimalismo deliberado revela confianza absoluta en la materia prima; lo esencial prevalece sobre el adorno.
La sensibilidad con que se ensamblan los elementos del plato encuentra eco en la atmósfera del restaurante. Aquí, Galicia se cuenta en voz baja, a través de contrastes sutiles: destellos salinos, amargores terciarios, la frescura de una huerta atlántica apenas trabajada. Esa sintonía entre contención y sofisticación técnica se insinúa en cada pase, como si la cocina quisiera rendir homenaje al paisaje sin renunciar al presente. Así, Silabario se mantiene como un enclave donde la identidad gallega persiste, mirada desde el rigor y la creatividad contenida que su chef imprime a cada propuesta.
