Hay lugares donde el fuego no es solo una herramienta, sino la médula de una identidad culinaria; Alberte en Vigo es buen ejemplo de ello. Entre la madera desnuda y el matiz de luz que aguarda en cada rincón, el comedor invita a un recogimiento casi ritual. No hay artificios ni en la atmósfera ni en el desfile de mesas cuidadosamente dispuestas: un minimalismo que habla de la esencia gallega sin extravagancias. La arquitectura interior plantea una continuidad con la filosofía que guía la cocina, donde el detalle nunca sacrifica la claridad.
En Alberte, la brasa no busca protagonizar, sino revelar la naturalidad del producto local en su plenitud—cortes precisos de vaca rubia gallega, piezas que exhiben el veteado propio de una maduración cuidada y reposada, alcanzan su máxima expresión tras el sutil ahumado del carbón. La carne mantiene una jugosidad que rara vez se encuentra, hablando del respeto y rigor en la selección y en los tiempos. El menú revela esa fidelidad al producto autóctono sin excesos técnicos: pescados frescos del Atlántico como la lubina, apenas tocados por el fuego vivo, llegan con emulsiones discretas y algún encurtido elaborado en casa, en una puesta en escena donde nada es superfluo.
Las guarniciones acompañan en discreto segundo plano, elaboradas con la misma atención al entorno: chips de castaña que aportan textura y evocan el paisaje boscoso, espumas ligeras de grelos que introducen notas herbales sutiles. La composición final de cada plato subraya una estética contenida, donde la presentación limpia y nítida realza la materia prima y su textura natural.
El hilo conductor es una filosofía que rehúye la ostentación, anclada en la estación y la proximidad. La carta, sin floreos innecesarios, responde a un planteamiento donde la intervención humana se mide y el protagonismo recae sobre la procedencia y frescura. En los postres, la tendencia continúa: reinterpretaciones de dulces gallegos tradicionales, donde el acento recae en técnicas actuales que no ensombrecen el recuerdo del sabor original.
Alberte consigue definir un discurso propio al juntar el rigor de la tradición gallega y una mirada contemporánea. El fuego, lejos de limitarse a una función, se convierte en el hilo invisible que entrelaza los sabores y aromas presentes en cada plato—una celebración sobria del paisaje y la temporalidad, reflejada en una experiencia culinaria tan nítida como pausada.