Hay lugares donde el tiempo se convierte en un cómplice silencioso de la cocina, y Lúa logra esa alquimia desde el primer instante. El suave rumor de la ciudad se desvanece tras la puerta, dejando paso a una atmósfera serena, donde la luz tamizada roza discretamente paredes de tonos neutros y elementos de líneas limpias, sutil reflejo de la contención que guía la propuesta culinaria del chef Manuel Domínguez Carrete. Todo en el espacio invita a la introspección sensorial: las mesas, vestidas con sencillez, parecen dispuestas para servir de escenario a una sucesión de ingredientes que narran su propio viaje desde Galicia hasta Chamberí.
La cocina que define a Lúa rezuma memoria, pero jamás se abandona a la nostalgia. Cada plato es una evocación personal de Domínguez Carrete, que revisita el recetario gallego bajo el prisma de la técnica y la sensibilidad contemporáneas. Aquí, la galleguidad se lee en los acentos frescos del pescado de lonja o en la textura inconfundible de los mariscos, elementos que nunca admiten el descuido ni el disfraz, sino que destacan por su autenticidad y su tratamiento minucioso. La carta es deliberadamente concisa, reflejo de una filosofía que prioriza la pureza del producto y la profundidad de cada sabor sobre la tentación de la multiplicidad.
En la mesa, la presentación responde a un pulso geométrico y austero, en el que cada elemento encuentra su sitio sin estridencias. El pulpo, carnoso y tierno, evoca el mar atlántico sin pretensión de espectacularidad. La empanada revela una masa apenas crujiente que guarda un relleno jugoso y aromático, destapando matices que sólo surgen de una cocción precisa y paciente. Las vieiras, a menudo tamizadas por hierbas frescas y sutiles fondos marinos, ofrecen bocados equilibrados, donde la tradición se matiza con gestos de modernidad.
Domínguez Carrete no busca el impacto inmediato ni recurre a juegos triviales: su cocina se manifiesta como un ejercicio de respeto y síntesis. Cada propuesta parece creada para recordar el lugar de origen del producto, con una honestidad que huye del exceso decorativo. Incluso los postres—como una tarta de queso de discreta silueta—prolongan la filosofía del chef, centrando la experiencia en el ingrediente y su textura, sin artificios superfluos. Así, Lúa se entiende como un lugar de contemplación, donde el pasado y el porvenir gallego dialogan en platos medidos, sin estridencia y con la hondura que sólo da la convicción.
