En el panorama gastronómico madrileño, Ugo Chan ha conseguido perfilar un espacio propio, discreto y esencialmente contemporáneo, donde la cocina japonesa se ve reivindicada y trenzada con la identidad española en un ejercicio de creatividad exacta. Conversando con el entorno desde el primer momento, la atmósfera que se respira al cruzar el umbral es de apacible serenidad; la madera, el juego de luces tenues y una paleta cromática comedida construyen un escenario deliberadamente austero, dirigido a destilar las distracciones y enfocar la atención en la experiencia sensorial pura.
La filosofía de Hugo Muñoz, su artífice, se aleja de las fórmulas previsibles de fusión, centrando sus esfuerzos en entrelazar ambos mundos culinarios desde la coherencia y el respeto a la materia prima. Su cocina se presenta como una exploración introspectiva —medida pero audaz— donde la precisión de la técnica japonesa encuentra afinidad en el producto ibérico. Lo que llega a la mesa se muestra sin artificios: nigiris que sorprenden por matices inéditos, pescados sometidos a maduraciones fuera de lo habitual o cortes nobles de atún gestionados con una meticulosidad casi ritual. Nada resulta gratuito; cada gesto y cada sabor parecen estar calculados para invocar una memoria nueva, donde ambos imaginarios dialogan sin subordinaciones.
El hilo conductor es el umami, eje central de las propuestas de Muñoz. Ingredientes como wagyu español, erizo de mar o el fértil pescado atlántico se cruzan en composiciones precisas, sostenidas por bases y fondos elaborados artesanalmente. La presentación es una declaración de intenciones: líneas limpias, ausencia de excesos ornamentales, luz directa sobre el producto. Los detalles cromáticos de cada ingrediente adquieren un protagonismo insólito, invitando a la contemplación antes del primer bocado.
La carta se reinventa con asiduidad, marcada por la temporalidad de los ingredientes y la curiosidad inagotable del chef. Lejos de la reiteración, el menú evoluciona como un laboratorio de ideas sometidas a continua revisión, reforzando la identidad del restaurante como espacio en transición permanente. Esa búsqueda, que rehúye la complacencia y evita la teatralidad fácil, sostiene un discurso culinario de autor genuino.
En Ugo Chan, la integración entre lo japonés y lo español se registra sin ruido: es una construcción silenciosa y obstinada que desborda cualquier etiqueta superficial, afirmando así su posición en la gastronomía madrileña como un proyecto fiel a sí mismo y a una visión insobornable del sabor.