En Ferrol, Modesto se revela como un templo de discreción y pureza culinaria, donde cada elemento parece calculado para dejar hablar al producto gallego en su expresión más directa. A primera vista, la sala—bañada de luz natural, suavizada por madera clara y notas en ocres—armoniza con el ritmo pausado del entorno atlántico. El espacio huye de excesos; no hay ornamentos que distraigan ni gestos vacíos que eclipsen la experiencia central: un encuentro honesto con la materia prima.
Al sentarse a la mesa, el comensal entra en sintonía con una cocina que no busca impresionar con alardes estilísticos o técnicas grandilocuentes. La carta se articula en torno a productos frescos, sujetos a la temporalidad, que rinden homenaje a los estuarios, los montes y las huertas de Galicia. Así, resulta posible encontrarse con una almeja de Carril desnuda de todo artificio—solo aliñada con matices salinos que recuerdan mareas recién retiradas—o una navaja de las rías, tersa y limpia, expuesta a cocciones que preservan cada matiz y textura.
Los pescados, que a menudo incluyen merluza, rodaballo o lubina, llegan a la mesa con un punto de brasa sutil; la técnica se intuye, nunca se impone. Cada guarnición es un eco ligero de la estación: alguna verdura de proximidad, cocida hasta mantener apenas la crocancia y el brillo natural, acompaña pero no rivaliza con el ingrediente principal. No es extraño descubrir fondos ligeros que evocan la cocina doméstica, reinterpretados aquí bajo una mirada actual, sin renegar jamás de la memoria.
La selección de vinos, comedida pero precisa, privilegia denominaciones gallegas que acentúan el perfil mineral y marítimo de la cocina. Hay una tendencia subyacente a dar protagonismo a los pequeños productores, reforzando así esa conexión con el entorno.
La filosofía de cocina que aquí se despliega es profundamente esencialista. No se persiguen tendencias ni se recurre al efectismo: el chef defiende el producto local desde la técnica contenida y el respeto absoluto al ingrediente, haciendo de la sobriedad una virtud. Cada plato pasa por un tamiz de autoexigencia que se refleja en detalles mínimos—a veces una emulsión apenas perceptible o una fritura breve que engrandece la textura de una verdura—, componiendo una culinaria que huye del artificio.
El resultado es una cocina silenciosa, llena de matices y certeza, donde Galicia se condensa en cada bocado sin distorsiones, y el comensal percibe, con claridad, el pulso genuino de la tradición llevada al presente.
