Nada en Omakase transcurre al azar. Al franquear su entrada discreta en la Praza de María Pita, uno se sumerge en una atmósfera deliberadamente contenida, donde la madera clara y el vidrio difuso se conjugan para silenciar el bullicio de la ciudad. La luz, atenuada, invita a bajar el ritmo y enfocarse en lo esencial: el acto mismo de comer entendido como ceremonia. En este espacio, la sobriedad de la decoración parece conspirar con el tempo pausado del servicio para colocar el foco sobre una propuesta culinaria que rehuye el artificio y funde precisión japonesa con matices gallegos.El nombre Omakase no solo evoca el ritual nipón de confiar plenamente en las manos del chef, sino que aquí sienta las bases de una cocina espontánea, basada en la excelencia del producto del día. Bajo una filosofía que repudia el efectismo, la experiencia se articula en torno al dominio de la técnica, el respeto absoluto por la materia prima y la integración sincera de ingredientes atlánticos. A la barra llegan piezas de pescado seleccionadas a escasas horas de su captura, con la frescura intacta reflejada en nigiris que sorprenden más por su pureza que por cualquier artificio decorativo. Resulta revelador el modo en que el arroz—conducción sutil de sabores, nunca un mero acompañante—dialoga con cortes de ventresca, erizo de mar gallego o el ocasional matiz verde y salino de un alga codium, recordando con nitidez la cercanía del Atlántico. Los vegetales, escogidos entre proveedores de proximidad, se presentan tersos, impregnados de aromas de la huerta local que restan dulzura, equilibrando la fuerza yodada del pescado.En Omakase, la presentación huye de las formas estridentes; las piezas se posan sobre vajillas neutras, dejando que los colores y texturas de cada ingrediente respiren. El ritmo con el que desfilan los platos responde a una lógica meditativa, invitando a distanciarse de cualquier prisa y adentrarse en un estado de contemplación serena. El estilo del chef—pulcro, introspectivo, ajeno al efectismo—busca el equilibrio entre el rigor japonés y los ecos del entorno gallego, proponiendo una lectura honesta y despojada de ornamentos.Aquí, la excelencia no se manifiesta en gestos grandilocuentes, sino en la forma en que cada elemento, desde un corte de pescado hasta el perfume sutil de un alga, construye una narrativa donde Japón y Galicia conversan en voz baja.