Entre las callejuelas del Raval, una fachada discreta da paso a un refugio donde la armonía japonesa cobra vida en Barcelona. Al entrar en Majide, el bullicio de la ciudad se disipa para dar lugar a una atmósfera íntima en la que la madera natural domina el espacio, suavizada por líneas limpias y una iluminación que parece pensada para favorecer la contemplación. Todo se siente medido y sin alardes: desde los detalles en la vajilla de cerámica, de diseño sobrio, hasta la disposición ordenada de los palillos sobre mesas compactas, el entorno prepara los sentidos para una experiencia en la que cada elemento cuenta.
La sala gira en torno a una barra central, punto focal no solo arquitectónico, sino también sensorial. Aquí confluyen las miradas, atraídas por el ritmo silencioso y estudiado del equipo de cocina que, sin prisa, perfila cada pieza frente al comensal. Nada resulta impostado; el contacto visual, efímero y respetuoso, destaca la naturaleza casi ritual de la labor culinaria. La meticulosa preparación de los productos —especialmente el pescado fresco y las verduras de estación— muestra un respeto casi ceremonial por la materia prima.
La carta de Majide discurre en torno a algunos de los pilares esenciales de la cocina japonesa, evitando derivas innecesarias y manteniéndose fiel a la sinceridad del producto. Los nigiris aparecen como piezas delicadas, donde el equilibrio entre la textura tersa del arroz y la lámina precisa de pescado resulta fundamental. El maki, concebido con el mismo rigor, deja protagonismo a los ingredientes, nunca disfrazados por condimentos ajenos a la tradición. Entre los platos calientes destaca el udon, cuya sencillez aporta hondura y reconforta por igual, y se asoma un ramen de notas complejas, en el que el caldo revela capas de sabor a cada sorbo.
Sin la figura de un chef mediático, la propuesta se articula bajo una filosofía de autoría colectiva. El equipo de cocina, anónimo en términos de celebridad, reivindica los valores de la armonía, la precisión y el respeto por el producto por encima del ego personal. Esta impronta se refleja en los emplatados, donde predominan las proporciones justas y los colores limpios: el rojo profundo de un atún, la blancura traslúcida de una cigala, el brillo contenido de una hoja de shiso. Cada plato parece invitar a una pausa, una respiración consciente antes del bocado.
Lejos del efectismo, la experiencia en Majide reposa en la solidez de una propuesta que elige la excelencia silenciosa: detalles, texturas y matices que se inscriben en la memoria gastronómica sin necesidad de estridencias.