Cruzar el umbral de Lana equivale a sumergirse en una atmósfera que rehuye cualquier ostentación para abrazar una elegancia serena, donde la estética responde a esa búsqueda de equilibrio tan propia de los proyectos mejor resueltos de la nueva cocina madrileña. El espacio, desplegado en la animada arteria de Ponzano, desprende calidez a través de maderas naturales y texturas táctiles; la iluminación, calculada para alternar rincones privados y destellos urbanos, es mucho más que un accesorio, transformando cada mesa en un refugio apartando al comensal del bullicio exterior y creando una pausa en el ritmo incansable de la ciudad.
El discurso culinario se articula en torno a ingredientes netos y una ejecución precisa: la carta, intencionadamente contenida y sin fuegos de artificio, insiste en el producto de temporada y un claro respeto por la despensa castellana. Aquí, los sabores no buscan deslumbrar por la fuerza; resulta más bien una búsqueda de la pureza y de la verdad de cada componente. Los platos llegan al comensal con presentaciones pulcras y cromáticamente equilibradas, renunciando al exceso en favor de composiciones que invitan a una observación atenta antes del primer bocado. El guiño a la tradición local es palpable —tanto en la presencia de vegetales trabajados al punto exacto como en fondos donde la técnica se percibe, pero no se exhibe—, mientras que el ocasional matiz mediterráneo se insinúa en fondos aromáticos y hierbas frescas, sin restar protagonismo a la esencia de cada producto.
En la vajilla, la austeridad intencionada de las formas y colores enmarca el discurso de cada plato, subrayando esa tensión entre sencillez formal y riqueza gustativa. Cada elaboración, definida por un contraste medido de texturas —crujiente y untuoso, vegetal y proteico—, denota un conocimiento minucioso del ingrediente y de los ritmos del fuego. No es un menú exuberante, ni falta que hace: la experiencia invita al comensal a reflexionar en torno al sabor esencial, a la textura justificada, al tiempo exacto de cocción.
Lejos de la figura del chef que protagoniza los focos, el proyecto abraza una filosofía coral de trabajo, donde el rigor y la autenticidad articulan cada decisión y el recetario madrileño se reinterpreta bajo una mirada contemporánea y sobria. El reconocimiento de la Guía Michelin aparece aquí como confirmación de una labor donde la creatividad se asienta en la coherencia, la técnica y el respeto a lo genuino.