En una de las zonas más refinadas de Madrid, la esencia de Ricardo Sanz Wellington despliega una personalidad que va mucho más allá de la simple etiqueta de restaurante japonés. El espacio, discretamente protegido del bullicio exterior, da la bienvenida con una atmósfera donde la calma se transmite en cada detalle: maderas pulidas, destellos de luz cálida y una selección de objetos que susurran tradición, sin caer nunca en el exceso decorativo. El minimalismo, aquí, tiene propósito; invita al comensal a dirigir todos los sentidos hacia la experiencia culinaria.
La propuesta de Ricardo Sanz se define por una visión que trasciende el homenaje a la gastronomía nipona. Su concepto pivota sobre la destreza sutil de enlazar técnicas ancestrales japonesas con la riqueza inexplorada de productos españoles contemporáneos. Cada selección de ingredientes parece resultado de un estudio meticuloso: la ventresca de atún de almadraba, el carabinero, la gamba roja. Estos ingredientes, habituales en los mercados nacionales, encuentran nuevos matices bajo la mirada del chef. El menú respira temporalidad y una clara inclinación por la pureza, que se aprecia en la nitidez de los cortes y el respeto absoluto por la frescura.
La degustación resulta tan pausada como contemplativa; platos como el nigiri de huevo de codorniz coronado con trufa son ejemplos de la audacia mesurada que caracteriza esta cocina. Este bocado, de apariencia delicada, revela el diálogo constante entre tierra y mar, tradición y atrevimiento. Las presentaciones, marcadas por líneas limpias y colores sutiles, anticipan texturas elegantes y un juego de temperaturas que realzan la complejidad del umami y las notas yodadas. Cada composición, casi escultórica sobre la loza, demuestra una obsesión notable por el detalle arquitectónico del emplatado.
La filosofía de Sanz no se limita a la innovación superficial, tampoco pretende amplificar extravagancias. El equilibrio, la armonía y el profundo respeto por la materia prima marcan la hoja de ruta de una propuesta en la que la técnica nunca opaca el sabor esencial del producto. La estrella Michelin que adorna su entrada responde así a una búsqueda genuina de identidad: aquí, lo japonés y lo mediterráneo convergen en una simbiosis elegante, discreta, inconfundible. La visita se convierte rápidamente en un ejercicio de apreciación, donde la singularidad de la experiencia no reside en artificios, sino en el saber hacer constante y en la fidelidad a una visión culinaria genuina.
