Can Ferrán late con el pulso sosegado de la campiña catalana, en una masía centenaria cuyas gruesas paredes de piedra y techos de vigas vistas parecen custodiar recuerdos de generaciones. La luz natural se filtra suave por los amplios ventanales, recortando siluetas y acentuando una mezcla de rusticidad y sencillez que huye del ornamento superfluo. Hay en el ambiente una calma rural, subrayada por materiales nobles —madera envejecida, loza blanca, lino discreto— que invitan al comensal a dejarse llevar por el ritmo sereno del lugar.
La propuesta culinaria de Can Ferrán gira en torno a la exaltación de la tradición catalana, sin desviaciones ni gestos hacia la cocina de vanguardia. La carta, siempre cambiante según dicta el calendario agrícola, se ancla en el respeto por la temporalidad y el producto local. Carnes a la brasa, aromatizadas apenas por el humo del carbón, asoman a la mesa con ese punto preciso de dorado, conservando jugosidad y provocando un contraste táctil entre la corteza crujiente y el interior tierno. Los guisos, herederos del recetario familiar, despliegan perfumes de caza y montaña, jugando con fondos untuosos y matices contundentes. Las legumbres de temporada, los embutidos artesanos y los panes de elaboración propia completan el retrato de una cocina que privilegia la autenticidad sobre el artificio.
En la filosofía del chef subyace la convicción de que la excelencia se apoya en la materia prima irreprochable y en la fidelidad a los procesos: aquí los ingredientes son cercanos, recolectados en huertos y granjas del entorno, enviando al plato la inmediatez del territorio. Es esta relación directa con la naturaleza la que impregna cada elaboración, desde los arroces de montaña hasta los platos de caza cuando el ciclo lo permite. No hay juegos de formas ni alardes en la presentación: loza blanca, cortes precisos y una composición que, más que buscar el asombro visual, dignifica el propio producto.
La cocina de Can Ferrán, reconocida en la guía Michelin, no persigue la nostalgia como gesto, sino como compromiso activo con una herencia viva. Cada elemento —la textura del cochinillo, la esencia de los caldos, la robustez de un arroz de montaña— habla de un territorio y de un tiempo, celebrado a través de una ejecución rigurosa. Aquí, la memoria culinaria catalana se expresa con honestidad intacta, en un espacio donde tradición y materia prima dialogan, sin concesiones, con el comensal más exigente.