En Xinorlet, el restaurante Elías se ha consolidado como una referencia silenciosa en la escena gastronómica valenciana, reivindicando el poder de la tradición sin alardes ni estridencias. Su fachada de piedra caliza, apenas sugerida entre vides y olivos, da paso a un interior donde la memoria de la comarca cobra forma tangible: muros robustos de piedra antigua, vigas naturales y una luz tímida que fluye a través de las ventanas, envolviendo cada rincón en un sosiego cálido y natural. La elección del mobiliario, de madera pulida y líneas rectas, añade sobriedad al ambiente; aquí todo invita a la quietud y a una contemplación pausada de los detalles.
El olfato es quizás el primer sentido en atender la propuesta de Elías, con aromas que remiten al bancal y la montaña, anticipando un menú que brota de la tierra y el mar próximos. Bajo una filosofía que privilegia el producto local, el chef —cuyo nombre permanece en discreto segundo plano— se inclina siempre hacia el respeto absoluto por la materia prima. Esta es la cocina de la memoria, donde carnes de la comarca, pescados frescos de la costa cercana y un repertorio vegetal cambiante conviven en recetas depuradas, despajadas de aspavientos. Predomina una ejecución que rehúye la afectación: cada fondo de cocción se trabaja a fuego lento, los tiempos se miden con precisión, y las especias se dosifican para intensificar, nunca enmascarar.
La carta es sobria en apariencia, pero encierra una complejidad silente. El arroz, por ejemplo, símbolo de la identidad valenciana, se presenta aquí en versiones cristalinas y equilibradas, con puntos de cocción que honran la tradición y fondos de sabor profundo sin artificio. Del monte llegan guisos de caza y verduras con una rusticidad refinada, tratados con la mesura exigente que caracteriza al recetario local. La presentación jamás eclipsa al ingrediente principal: los colores se mantienen puros, las texturas buscan la fidelidad al producto y la vajilla, sencilla, refuerza el gesto de contención.
Elías entiende la cocina regional como un deber de honestidad, desde el primer aroma hasta el último bocado. Su reconocimiento en la guía Michelin no resulta un destino final, sino la confirmación de una búsqueda constante: transmitir el pulso del territorio y salvaguardar su memoria a través de cada plato, con la precisión y el rigor que la excelencia exige.