En el escenario apacible de la Navarra rural, donde la corriente del Arga acompaña con su rumor constante, El Molino de Urdániz redefine la gastronomía local bajo el sello personal del chef David Yárnoz Martín. El edificio, un antiguo molino restaurado con respetuosa sensibilidad, conserva la autenticidad de la piedra centenaria y la madera envejecida. Allí, la naturaleza circundante se percibe incluso antes de sentarse a la mesa: la luz que filtra el ventanal se vuelve difusa sobre las superficies pulidas, mientras las sombras de los árboles se proyectan tímidas sobre la vajilla artesanal, de porcela semimate y formas orgánicas, pieza a pieza única y discreta.
La experiencia culinaria está marcada, antes que nada, por el arraigo al territorio. La cocina de Yárnoz Martín es un ejercicio de precisión y observación, hijo de una investigación constante sobre el producto navarro y su estacionalidad extrema. El menú degustación, lejos de estancarse en fórmulas conocidas, responde a la inmediatez: setas silvestres recolectadas en los bosques cercanos, verduras de Tudela cuyo frescor resulta inconfundible, pescados traídos casi en el mismo día desde la costa cantábrica. El concepto va más allá del simple producto kilómetro cero; es una dramaturgia culinaria en la que incluso las hierbas o flores menores adquieren en el plato una nueva dimensión.
La técnica desplegada en cocina rehúye el preciosismo superficial. Salsas emulsionadas con precisión matemática, fondos prolongados en sabor pero limpios en su expresión, y texturas que sorprenden al comensal sin caer en el efectismo. La presentación, sobria y contenida, ofrece matices de color apenas insinuados, temperaturas cuidadosamente calibradas y composiciones donde se percibe el pulso del paisaje. Nada resulta gratuito: un ravioli líquido se convierte, tal vez, en el centro inesperado de la atención, mientras reinterpretaciones de clásicos regionales dialogan con un presente que no descarta la memoria.
Todo en El Molino de Urdániz parece discurrir a un ritmo silencioso, marcado tanto por el entorno natural como por una idea de la cocina que es fruto de memoria, técnica y riesgo bien entendido. La atmósfera, íntima y pausada, permite que cada bocado recupere el significado que le imprime la tierra y la estación, reescribiendo las coordenadas de la gastronomía navarra sin perder de vista su linaje.